12 cuentos clásicos para entretener a los niños

Catalina Arancibia Durán
Catalina Arancibia Durán
Máster en Literatura Española e Hispanoamericana
Tiempo de lectura: 62 min.

A partir del siglo XIX comenzaron a surgir recopilaciones de cuentos dedicados exclusivamente para el público infantil. Se trataba de historias didácticas que servían para enseñar valores.

En la siguiente recopilación se pueden encontrar cuentos clásicos que han acompañado a muchos niños a través de los años y que siguen manteniendo su vigencia para los más pequeños del mundo de hoy.

Los tres cerditos

Los tres cerditos

La cenicienta

La cenicienta

Las habichuelas mágicas

Las habichuelas mágicas

Rapunzel

Rapunzel

Pinocho

Pinocho

Caperucita roja

Caperucita roja

La bella durmiente

La bella durmiente

El patito feo

El patito feo

Aladino y la lámpara maravillosa

Aladino y la lámpara maravillosa

El gigante egoísta

El gigante egoísta

El traje nuevo del emperador

El traje nuevo del emperador

Pulgarcito

Pulgarcito

1. Los tres cerditos - Joseph Jacobs

Los tres cerditos

Junto a sus padres, tres cerditos habían crecido alegremente en una cabaña del bosque. Y como ya eran mayores, sus papás decidieron que era hora de que hicieran, cada uno, su propia casa. Los tres cerditos se despidieron de sus papás, y fueron a ver cómo era el mundo.

El primer cerdito, el perezoso de la familia, decidió hacer una casa de paja. En un minuto la choza estaba hecha. Y entonces se echó a dormir.

El segundo cerdito, un glotón, prefirió hacer una cabaña de madera. No tardó mucho en construirla. Y luego se echó a comer manzanas.

El tercer cerdito, muy trabajador, optó por construirse una casa de ladrillos y cemento. Tardaría más en construirla pero se sentiría más protegido.

Después de un día de mucho trabajo, la casa quedó preciosa. Pero ya se empezaba a oír los aullidos del lobo en el bosque. No tardó mucho para que el lobo se acercara a las casas de los tres cerditos.

Hambriento, el lobo se dirigió a la primera casa y dijo:

- ¡Ábreme la puerta! ¡Ábreme la puerta o soplaré y tu casa tiraré!.

Como el cerdito no la abrió, el lobo sopló con fuerza, y derrumbó la casa de paja. El cerdito, temblando de miedo, salió corriendo y entró en la casa de madera de su hermano. El lobo le siguió. Y delante de la segunda casa, llamó a la puerta, y dijo:

- ¡Ábreme la puerta! ¡Ábreme la puerta o soplaré y tu casa tiraré!

Pero el segundo cerdito no la abrió y el lobo sopló y sopló, y la cabaña se fue por los aires. Asustados, los dos cerditos corrieron y entraron en la casa de ladrillos de su hermano. Pero, como el lobo estaba decidido a comérselos, llamó a la puerta y gritó:

- ¡Ábreme la puerta! ¡Ábreme la puerta o soplaré y tu casa tiraré!

Y el cerdito trabajador le dijo:

- ¡Sopla lo que quieras, pero no la abriré! Entonces el lobo sopló y sopló. Sopló con todas sus fuerzas, pero la casa no se movió.

La casa era muy fuerte y resistente. El lobo se quedó casi sin aire. Pero aunque el lobo estaba muy cansado, no desistía. Trajo una escalera, subió al tejado de la casa y se deslizó por el pasaje de la chimenea.

Estaba empeñado en entrar en la casa y comer a los tres cerditos como fuera. Pero lo que él no sabía es que los cerditos pusieron al final de la chimenea, un caldero con agua hirviendo.

Y el lobo, al caerse por la chimenea acabó quemándose con el agua caliente. Dio un enorme grito y salió corriendo para nunca más volver.

Y así, los cerditos pudieron vivir tranquilamente. Y tanto el perezoso como el glotón aprendieron que solo con el trabajo se consigue las cosas.

Joseph Jacobs (Australia, 1854 - 1916) fue un reconocido historiador y folclorista. En 1890 publicó Cuentos de hadas ingleses y debido a su éxito se convirtió en un popular recopilador de textos infantiles. Así, se dedicó a adaptar historias para que fuesen apropiadas y entregaran una enseñanza.

"Los tres cerditos" es uno de sus relatos más famosos. En él se busca enseñar a los niños el valor del sacrificio. De esta manera, los tres cerditos sirven como ejemplo, pues sólo el trabajo dedicado y honesto demostró ser fructífero.

2. La cenicienta - Charles Perrault

La cenicienta

Había una vez un gentilhombre que se casó en segundas nupcias con una mujer, la más altanera y orgullosa que jamás se haya visto. Tenía dos hijas por el estilo y que se le parecían en todo.

El marido, por su lado, tenía una hija, pero de una dulzura y bondad sin par; lo había heredado de su madre que era la mejor persona del mundo.

Junto con realizarse la boda, la madrasta dio libre curso a su mal carácter; no pudo soportar las cualidades de la joven, que hacían aparecer todavía más odiables a sus hijas. La obligó a las más viles tareas de la casa: ella era la que fregaba los pisos y la vajilla, la que limpiaba los cuartos de la señora y de las señoritas sus hijas; dormía en lo más alto de la casa, en una buhardilla, sobre una mísera pallasa, mientras sus hermanas ocupaban habitaciones con parquet, donde tenían camas a la última moda y espejos en que podían mirarse de cuerpo entero.

La pobre muchacha aguantaba todo con paciencia, y no se atrevía a quejarse ante su padre, de miedo que le reprendiera pues su mujer lo dominaba por completo. Cuando terminaba sus quehaceres, se instalaba en el rincón de la chimenea, sentándose sobre las cenizas, lo que le había merecido el apodo de Culocenizón. La menor, que no era tan mala como la mayor, la llamaba Cenicienta; sin embargo Cenicienta, con sus míseras ropas, no dejaba de ser cien veces más hermosa que sus hermanas que andaban tan ricamente vestidas.

Sucedió que el hijo del rey dio un baile al que invitó a todas las personas distinguidas; nuestras dos señoritas también fueron invitadas, pues tenían mucho nombre en la comarca. Helas aquí muy satisfechas y preocupadas de elegir los trajes y peinados que mejor les sentaran; nuevo trabajo para Cenicienta pues era ella quien planchaba la ropa de sus hermanas y plisaba los adornos de sus vestidos. No se hablaba más que de la forma en que irían trajeadas.

-Yo, dijo la mayor, me pondré mi vestido de terciopelo rojo y mis adornos de Inglaterra.

-Yo, dijo la menor, iré con mi falda sencilla; pero en cambio, me pondré mi abrigo con flores de oro y mi prendedor de brillantes, que no pasarán desapercibidos.

Manos expertas se encargaron de armar los peinados de dos pisos y se compraron lunares postizos. Llamaron a Cenicienta para pedirle su opinión, pues tenía buen gusto. Cenicienta las aconsejó lo mejor posible, y se ofreció incluso para arreglarles el peinado, lo que aceptaron. Mientras las peinaba, ellas le decían:

-Cenicienta, ¿te gustaría ir al baile?

-Ay, señoritas, os estáis burlando, eso no es cosa para mí.

-Tienes razón, se reirían bastante si vieran a un Culocenizón entrar al baile.

Otra que Cenicienta les habría arreglado mal los cabellos, pero ella era buena y las peinó con toda perfección.

Tan contentas estaban que pasaron cerca de dos días sin comer. Más de doce cordones rompieron a fuerza de apretarlos para que el talle se les viera más fino, y se lo pasaban delante del espejo.

Finalmente, llegó el día feliz; partieron y Cenicienta las siguió con los ojos y cuando las perdió de vista se puso a llorar. Su madrina, que la vio anegada en lágrimas, le preguntó qué le pasaba.

-Me gustaría… me gustaría…

Lloraba tanto que no pudo terminar. Su madrina, que era un hada, le dijo:

-¿Te gustaría ir al baile, no es cierto?

-¡Ay, sí!, -dijo Cenicienta suspirando.

-¡Bueno, te portarás bien!, -dijo su madrina-, yo te haré ir.

La llevó a su cuarto y le dijo:

-Ve al jardín y tráeme un zapallo.

Cenicienta fue en el acto a coger el mejor que encontró y lo llevó a su madrina, sin poder adivinar cómo este zapallo podría hacerla ir al baile. Su madrina lo vació y dejándole solamente la cáscara, lo tocó con su varita mágica e instantáneamente el zapallo se convirtió en un bello carruaje todo dorado.

En seguida miró dentro de la ratonera donde encontró seis ratas vivas. Le dijo a Cenicienta que levantara un poco la puerta de la trampa, y a cada rata que salía le daba un golpe con la varita, y la rata quedaba automáticamente transformada en un brioso caballo; lo que hizo un tiro de seis caballos de un hermoso color gris ratón. Como no encontraba con qué hacer un cochero:

-Voy a ver -dijo Cenicienta-, si hay algún ratón en la trampa, para hacer un cochero.

-Tienes razón, -dijo su madrina-, anda a ver.

Cenicienta le llevó la trampa donde había tres ratones gordos. El hada eligió uno por su imponente barba, y habiéndolo tocado quedó convertido en un cochero gordo con un precioso bigote. En seguida, ella le dijo:

-Baja al jardín, encontrarás seis lagartos detrás de la regadera; tráemelos.

Tan pronto los trajo, la madrina los trocó en seis lacayos que se subieron en seguida a la parte posterior del carruaje, con sus trajes galoneados, sujetándose a él como si en su vida hubieran hecho otra cosa. El hada dijo entonces a Cenicienta:

-Bueno, aquí tienes para ir al baile, ¿no estás bien aperada?

-Es cierto, pero, ¿podré ir así, con estos vestidos tan feos?

Su madrina no hizo más que tocarla con su varita, y al momento sus ropas se cambiaron en magníficos vestidos de paño de oro y plata, todos recamados con pedrerías; luego le dio un par de zapatillas de cristal, las más preciosas del mundo.

Una vez ataviada de este modo, Cenicienta subió al carruaje; pero su madrina le recomendó sobre todo que regresara antes de la medianoche, advirtiéndole que si se quedaba en el baile un minuto más, su carroza volvería a convertirse en zapallo, sus caballos en ratas, sus lacayos en lagartos, y que sus viejos vestidos recuperarían su forma primitiva. Ella prometió a su madrina que saldría del baile antes de la medianoche. Partió, loca de felicidad.

El hijo del rey, a quien le avisaron que acababa de llegar una gran princesa que nadie conocía, corrió a recibirla; le dio la mano al bajar del carruaje y la llevó al salón donde estaban los comensales. Entonces se hizo un gran silencio: el baile cesó y los violines dejaron de tocar, tan absortos estaban todos contemplando la gran belleza de esta desconocida. Sólo se oía un confuso rumor:

-¡Ah, qué hermosa es!

El mismo rey, siendo viejo, no dejaba de mirarla y de decir por lo bajo a la reina que desde hacía mucho tiempo no veía una persona tan bella y graciosa. Todas las damas observaban con atención su peinado y sus vestidos, para tener al día siguiente otros semejantes, siempre que existieran telas igualmente bellas y manos tan diestras para confeccionarlos. El hijo del rey la colocó en el sitio de honor y en seguida la condujo al salón para bailar con ella. Bailó con tanta gracia que fue un motivo más de admiración.

Trajeron exquisitos manjares que el príncipe no probó, ocupado como estaba en observarla. Ella fue a sentarse al lado de sus hermanas y les hizo mil atenciones; compartió con ellas los limones y naranjas que el príncipe le había obsequiado, lo que las sorprendió mucho, pues no la conocían. Charlando así estaban, cuando Cenicienta oyó dar las once y tres cuartos; hizo al momento una gran reverenda a los asistentes y se fue a toda prisa.

Apenas hubo llegado, fue a buscar a su madrina y después de darle las gracias, le dijo que desearía mucho ir al baile al día siguiente porque el príncipe se lo había pedido. Cuando le estaba contando a su madrina todo lo que había sucedido en el baile, las dos hermanas golpearon a su puerta; Cenicienta fue a abrir.

-¡Cómo habéis tardado en volver! -les dijo bostezando, frotándose los ojos y estirándose como si acabara de despertar; sin embargo no había tenido ganas de dormir desde que se separaron.

-Si hubieras ido al baile -le dijo una de las hermanas-, no te habrías aburrido; asistió la más bella princesa, la más bella que jamás se ha visto; nos hizo mil atenciones, nos dio naranjas y limones.

Cenicienta estaba radiante de alegría. Les preguntó el nombre de esta princesa; pero contestaron que nadie la conocía, que el hijo del rey no se conformaba y que daría todo en el mundo por saber quién era. Cenicienta sonrió y les dijo:

-¿Era entonces muy hermosa? Dios mío, felices vosotras, ¿no podría verla yo? Ay, señorita Javotte, prestadme el vestido amarillo que usáis todos los días.

-Verdaderamente -dijo la señorita Javotte-, ¡no faltaba más! Prestarle mi vestido a tan feo Culocenizón… tendría que estar loca.

Cenicienta esperaba esta negativa, y se alegró, pues se habría sentido bastante confundida si su hermana hubiese querido prestarle el vestido.

Al día siguiente las dos hermanas fueron al baile, y Cenicienta también, pero aún más ricamente ataviada que la primera vez. El hijo del rey estuvo constantemente a su lado y diciéndole cosas agradables; nada aburrida estaba la joven damisela y olvidó la recomendación de su madrina; de modo que oyó tocar la primera campanada de medianoche cuando creía que no eran ni las once. Se levantó y salió corriendo, ligera como una gacela. El príncipe la siguió, pero no pudo alcanzarla; ella había dejado caer una de sus zapatillas de cristal que el príncipe recogió con todo cuidado.

Cenicienta llegó a casa sofocada, sin carroza, sin lacayos, con sus viejos vestidos, pues no le había quedado de toda su magnificencia sino una de sus zapatillas, igual a la que se le había caído.

Preguntaron a los porteros del palacio si habían visto salir a una princesa; dijeron que no habían visto salir a nadie, salvo una muchacha muy mal vestida que tenía más aspecto de aldeana que de señorita.

Cuando sus dos hermanas regresaron del baile, Cenicienta les preguntó si esta vez también se habían divertido y si había ido la hermosa dama. Dijeron que sí, pero que había salido escapada al dar las doce, y tan rápidamente que había dejado caer una de sus zapatillas de cristal, la más bonita del mundo; que el hijo del rey la había recogido dedicándose a contemplarla durante todo el resto del baile, y que sin duda estaba muy enamorado de la bella personita dueña de la zapatilla. Y era verdad, pues a los pocos días el hijo del rey hizo proclamar al son de trompetas que se casaría con la persona cuyo pie se ajustara a la zapatilla.

Empezaron probándola a las princesas, en seguida a las duquesas, y a toda la corte, pero inútilmente. La llevaron donde las dos hermanas, las que hicieron todo lo posible para que su pie cupiera en la zapatilla, pero no pudieron. Cenicienta, que las estaba mirando, y que reconoció su zapatilla, dijo riendo:

-¿Puedo probar si a mí me calza?

Sus hermanas se pusieron a reír y a burlarse de ella. El gentilhombre que probaba la zapatilla, habiendo mirado atentamente a Cenicienta y encontrándola muy linda, dijo que era lo justo, y que él tenía orden de probarla a todas las jóvenes. Hizo sentarse a Cenicienta y acercando la zapatilla a su piececito, vio que encajaba sin esfuerzo y que era hecha a su medida.

Grande fue el asombro de las dos hermanas, pero más grande aún cuando Cenicienta sacó de su bolsillo la otra zapatilla y se la puso. En esto llegó la madrina que, habiendo tocado con su varita los vestidos de Cenicienta, los volvió más deslumbrantes aún que los anteriores.

Entonces las dos hermanas la reconocieron como la persona que habían visto en el baile. Se arrojaron a sus pies para pedirle perdón por todos los malos tratos que le habían infligido. Cenicienta las hizo levantarse y les dijo, abrazándolas, que las perdonaba de todo corazón y les rogó que siempre la quisieran.

Fue conducida ante el joven príncipe, vestida como estaba. Él la encontró más bella que nunca, y pocos días después se casaron. Cenicienta, que era tan buena como hermosa, hizo llevar a sus hermanas a morar en el palacio y las casó en seguida con dos grandes señores de la corte.

Charles Perrault (1628 - 1703) fue un reconocido miembro de la corte francesa de Luis XIV y el primer escritor que decidió recopilar cuentos de la tradición oral para adaptarlos al gusto de la época.

Sin embargo, las historias que aparecieron publicadas en 1697 distan mucho de las que conocemos hoy, ya que estaban enfocadas a un público adulto. Con los años comenzaron a funcionar como fábulas para niños con un mensaje moral, por lo que algunos aspectos fueron modificados.

"La cenicienta" es un cuento que sirve para enseñarles a los niños valores como la paciencia, la humildad y la capacidad de perdonar a quienes hacen daño.

3. Las habichuelas mágicas - Hans Christian Andersen

Las habichuelas mágicas

Juan vivía con su madre, que era viuda, en una cabaña del bosque. Como con el tiempo fue empeorando la situación familiar, la madre determinó mandar a Juan a la ciudad, para que allí intentase vender la única vaca que poseían. El niño se puso en camino, llevando atado con una cuerda al animal, y se encontró con un hombre que llevaba un saquito de habichuelas.

-Son maravillosas -explicó aquel hombre-. Si te gustan, te las daré a cambio de la vaca.

Así lo hizo Juan, y volvió muy contento a su casa. Pero la viuda, disgustada al ver la necedad del muchacho, cogió las habichuelas y las arrojó a la calle. Después se puso a llorar.

Cuando se levantó Juan al día siguiente, fue grande su sorpresa al ver que las habichuelas habían crecido tanto durante la noche, que las ramas se perdían de vista. Se puso Juan a trepar por la planta, y sube que sube, llegó a un país desconocido.

Entró en un castillo y vio a un malvado gigante que tenía una gallina que ponía un huevo de oro cada vez que él se lo mandaba. Esperó el niño a que el gigante se durmiera, y tomando la gallina, escapó con ella. Llegó a las ramas de las habichuelas, y descolgándose, tocó el suelo y entró en la cabaña.

La madre se puso muy contenta. Y así fueron vendiendo los huevos de oro, y con su producto vivieron tranquilos mucho tiempo, hasta que la gallina se murió y Juan tuvo que trepar por la planta otra vez, dirigiéndose al castillo del gigante. Se escondió tras una cortina y pudo observar cómo el dueño del castillo iba contando monedas de oro que sacaba de un bolsón de cuero.

En cuanto se durmió el gigante, salió Juan y, recogiendo el talego de oro, echó a correr hacia la planta gigantesca y bajó a su casa. Así la viuda y su hijo tuvieron dinero para ir viviendo mucho tiempo.

Sin embargo, llegó un día en que el bolsón de cuero del dinero quedó completamente vacío. Se cogió Juan por tercera vez a las ramas de la planta, y fue escalándolas hasta llegar a la cima. Entonces vio al ogro guardar en un cajón una cajita que, cada vez que se levantaba la tapa, dejaba caer una moneda de oro.

Cuando el gigante salió de la estancia, cogió el niño la cajita prodigiosa y se la guardó. Desde su escondite vio Juan que el gigante se tumbaba en un sofá, y un arpa, oh maravilla!, tocaba sola, sin que mano alguna pulsara sus cuerdas, una delicada música. El gigante, mientras escuchaba aquella melodía, fue cayendo en el sueño poco a poco.

Apenas le vio así Juan, cogió el arpa y echó a correr. Pero el arpa estaba encantada y, al ser tomada por Juan, empezó a gritar:

-¡Eh, señor amo, despierte usted, que me roban!

Se despertó sobresaltado el gigante y empezaron a llegar de nuevo desde la calle los gritos acusadores:

-¡Señor amo, que me roban!

Viendo lo que ocurría, el gigante salió en persecución de Juan. Resonaban a espaldas del niño pasos del gigante, cuando, ya cogido a las ramas empezaba a bajar. Se daba mucha prisa, pero, al mirar hacia la altura, vio que también el gigante descendía hacia él. No había tiempo que perder, y así que gritó Juan a su madre, que estaba en casa preparando la comida:

-¡Madre, tráigame el hacha en seguida, que me persigue el gigante!

Acudió la madre con el hacha, y Juan, de un certero golpe, cortó el tronco de la trágica habichuela. Al caer, el gigante se estrelló, pagando así sus fechorías, y Juan y su madre vivieron felices con el producto de la cajita que, al abrirse, dejaba caer una moneda de oro.

El escritor danés Hans Christian Andersen (1805 - 1875) es uno de los autores de narrativa infantil más famosos de la historia. Sus cuentos han sido traducidos a más de 125 idiomas y han inspirado un sinfín de producciones como ballets, obras de teatro y películas.

En esta historia se muestra cómo Juan fue capaz de aprovechar la oportunidad de obtener las habichuelas. Aunque no parecía el mejor negocio, siguió su instinto que terminó siendo el correcto. Además, demostró el coraje necesario para enfrentar al malvado gigante.

4. Rapunzel - Hermanos Grimm

Rapunzel

Había una vez un hombre y una mujer que vivían en una pequeña casa. La casa tenía una ventana que daba al hermoso jardín de una hechicera. El jardín estaba rodeado de un alto muro; nadie podía entrar allí y nadie podía verlo. Solo desde esa ventana se podían contemplar las enredaderas florecidas, las rosas de todos colores, los naranjos en flor, los delicados lirios y también, en un rincón, una huerta. La mujer se sentaba todas las tardes frente a la ventana, cuidando que la malvada hechicera no la viera, y se sentía feliz. Solo deseaban un hijo para ser completamente dichosos.

Y un día supieron que, al cabo de unos meses, nacería un niño. Una tarde, mientras la mujer contemplaba el jardín, vio en un extremo del huerto unas matas de rapónchigos. Se veían tan frescos, con pequeñas gotas de rocío en las hojas, que tuvo el impulso irresistible de comerlos. Al fin, no pudo más y le dijo a su marido:

–¿Ves esos rapónchigos en la huerta? ¿No te parece que se ven muy hermosos? ¿No crees que serían muy sabrosos en una ensalada?

–¿Has perdido el juicio, mujer? Es la huerta de la bruja. Nadie puede entrar allí.

La mujer no dijo nada, pero entristeció. El hombre la vio mirar en silencio los rapónchigos en la huerta y su corazón se ablandó. Por eso, al oscurecer, el hombre saltó el muro del huerto de la bruja y, a toda prisa, arrancó un poco de rapónchigo y se los llevó a su esposa. La mujer preparó con ellos una ensalada y los saboreó con tanto gusto que al día siguiente deseó comer más.

El hombre volvió a trepar el muro, descendió con cautela al jardín, tomó un puñado de rapónchigos y estaba a punto de regresar, cuando advirtió que la bruja lo estaba esperando.

–¿Cómo te atreves a entrar como un ladrón en mi huerto y robarme los rapónchigos? –chilló la hechicera–. ¡El que roba mis rapónchigos los paga con su vida!

–¡Ay, son para mi mujer! –tartamudeó el pobre hombre–. Tened compasión de mí. Mi esposa vio desde la ventana vuestros rapónchigos y sintió antojo por comerlos. ¿Sabes? Ella espera un niño y me ha dicho que morirá si no los come.

La bruja se quedó pensativa un momento.

–Está bien –dijo al fin la hechicera–. Tu mujer podrá comer todo lo que le apetezca de mi huerta. Pero cuando nazca el bebé, me lo deberán entregar.

El hombre, aterrorizado, no tuvo más remedio que aceptar.

Y cuando, al cabo de unos meses, la mujer dio a luz a una hermosa niña, la bruja apareció. Tomó en sus brazos a la pequeña, dijo que se llamaría Rapunzel en recuerdo de lo que el hombre le había robado y se la llevó.

Rapunzel era la niña más hermosa que viera el sol. Cuando cumplió los doce años, la hechicera la encerró en una torre que se alzaba en medio del bosque. La torre era muy alta y no tenía puertas ni escaleras; únicamente, en lo alto, había una diminuta ventana. Cuando la bruja quería entrar, se colocaba al pie de la torre y gritaba:

- Rapunzel, Rapunzel, deja caer tu cabello.

Rapunzel tenía un cabello larguísimo, fino como hebras de oro. Cuando oía la voz de la hechicera, se soltaba las trenzas, las envolvía en un gancho que había en la ventana y las dejaba caer hasta el pie de la torre. Y sujeta de ellas, la bruja trepaba hasta lo alto.

Cuando Rapunzel estaba sola en su habitación, se quedaba mirando el bosque y entonando tristes canciones.

Al cabo de algunos años, sucedió que el hijo del rey, que se encontraba en el bosque y pasaba junto a la torre, oyó una canción tan melodiosa que se detuvo a escucharla. El príncipe miró hacia la torre, pero no pudo ver a nadie, ya que la pequeña ventana estaba demasiado alta. No encontró puertas ni escaleras y tuvo que desistir de su intento. Volvió al palacio, pero esa voz lo había conmovido tanto que regresó al bosque todos los días, solo para escucharla.

Uno de esos días, oculto detrás de un árbol para escuchar la melodía, vio acercarse a la bruja, que gritaba dirigiéndose a lo alto:

- Rapunzel, Rapunzel, deja caer tu cabello.

Entonces vio cómo descendía la trenza y la bruja trepaba por ella. El príncipe esperó hasta que la bruja saliera y se acercó él mismo al pie de la torre diciendo:

- Rapunzel, Rapunzel, deja caer tu cabello.

La trenza comenzó a bajar y, minutos después, el príncipe se hallaba frente a Rapunzel.

La joven se asustó al verlo, pero el hijo del rey le habló con ternura y le contó que su canto había conmovido tanto su corazón que ya no había tenido paz sino hasta ese momento en que la veía.

Al escucharlo, perdió Rapunzel el miedo y cuando el príncipe le preguntó si lo quería por esposo, le respondió:

–Sí. Mucho deseo irme contigo, pero no sé cómo bajar de esta torre. Vuelve y, cada vez que vengas, tráeme una madeja de seda. Con la seda trenzaré una escalera y, cuando esté terminada, bajaré y tú me llevarás en tu caballo.

Todas las tardes regresó el hijo del rey a ver a Rapunzel. Y todas las tardes traía una madeja de seda. La vieja bruja no se dio cuenta de las visitas del príncipe porque ella visitaba a la joven por las mañanas. Pero una de esas mañanas, mientras la vieja trepaba trabajosamente, Rapunzel preguntó:

–Decidme, ¿cómo es que tardas tanto en subir a la torre? ¡El príncipe está arriba en un momento!

La bruja se sorprendió y exclamó:

–¡Me has engañado!

Furiosa, tomó las hermosas trenzas de Rapunzel, les dio unas vueltas alrededor de su mano izquierda y, empuñó unas tijeras con la mano derecha, En un abrir y cerrar de ojos, cortó las doradas trenzas y las arrojó al suelo. Fue tan despiadada que condujo a la pobre a un lugar desierto y la dejó allí abandonada.

Al anochecer, el príncipe llegó a la torre y gritó:

- Rapunzel, Rapunzel, deja caer tu cabello.

La bruja sujetó las trenzas de Rapunzel del gancho de la ventana y las soltó hacia abajo. En un instante el príncipe estuvo en lo alto de la torre.

Pero no encontró allí a su dulce amada, sino que se vio cara a cara con la hechicera, todavía furiosa, que le gritó:

- Tu pajarillo enjaulado ya no está en el nido.

El joven comprendió las palabras de la bruja, no pudo resistir el dolor y se arrojó desde lo alto de la torre.

El príncipe salvó su vida, pero los espinos sobre los que cayó se le clavaron en los ojos y el infeliz quedó ciego. Desde entonces vagó errante por el bosque. Se alimentaba de raíces y bebía el agua de los arroyos dejándose guiar por el rumor de las aguas. Lloraba sin cesar la pérdida de su amada Rapunzel.

Así pasaron varios años. El hijo del rey vagaba sin rumbo por el bosque y recordaba todos los días el dulce canto de su amada. Ella, mientras tanto, caminaba sobre las arenas calientes del desierto, sin poder olvidar al príncipe. Todas las tardes entonaba su canto para sentirlo más cerca.

Y un día, su canto fue tan conmovedor que el viento lo recogió y lo llevó hasta el bosque donde el príncipe la recordaba. Una vez más, el hijo del rey fue siguiendo la voz de su amada hasta que llegó a su lado. Entonces, Rapunzel lo abrazó tiernamente y lloró al verlo. Dos de sus lágrimas cayeron en los ojos ciegos del príncipe que, de inmediato, se llenaron de luz y pudo volver a ver como antes.

El príncipe regresó a su reino y llevó con él a Rapunzel. Los jóvenes fueron recibidos con gran alegría. Allí celebraron sus bodas y vivieron felices por siempre jamás.

Los cuentos de hadas de los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm son historias que han pasado a formar parte del imaginario colectivo y que han acompañado a miles de generaciones de niños a través de los años.

La dupla decidió recorrer Alemania para recopilar la tradición oral con un interés antropológico y lingüístico. Sin embargo, luego de las primeras ediciones, descubrieron que su mayor público era infantil. Por ello, en 1857 apareció la obra definitiva en que se eliminaron las partes más escabrosas, que incluían sexo, violencia y otros temas para público adulto.

"Rapunzel" es un cuento que plantea la importancia de jamás perder la esperanza, pues los amantes lograron encontrarse luego de mucho tiempo y tener su final feliz.

5. Pinocho - Carlo Collodi

Pinocho

Érase una vez un anciano carpintero llamado Gepeto que era muy feliz haciendo juguetes de madera para los niños de su pueblo.

Un día, hizo una marioneta de una madera de pino muy especial y decidió llamarla Pinocho. En la noche, un hada azul llegó al taller del anciano carpintero:

—Buen Gepeto —dijo mientras el anciano dormía—, has hecho a los demás tan felices, que mereces que tu deseo de ser padre se haga realidad. Sonriendo, el hada azul tocó la marioneta con su varita mágica:

—¡Despierta, pequeña marioneta hecha de pino… despierta! ¡El regalo de la vida es tuyo!

Y en un abrir y cerrar de ojos, el hada azul dio vida a Pinocho.

—Pinocho, si eres valiente, sincero y desinteresado, algún día serás un niño de verdad —dijo el hada azul—. Luego se volvió hacia un grillo llamado Pepe Grillo, que vivía en la alacena de Gepeto.

—Pepe Grillo — dijo el hada azul—, debes ayudar a Pinocho. Serás su conciencia y guardián del conocimiento del bien y del mal.

Al día siguiente, Gepeto envió con orgullo a su pequeño niño de madera a la escuela, pero como era tan pobre, tuvo que vender su abrigo para comprar los libros escolares:

—Pinocho, Pepe Grillo te mostrará el camino —dijo Gepeto—. Por favor, no te distraigas y llega a la escuela a tiempo.

Pinocho salió de casa, pero nunca llegó a la escuela. En cambio, decidió ignorar los consejos de Pepe Grillo y vender los libros para comprar un tiquete para el teatro de marionetas. Cuando Pinocho comenzó a bailar con las marionetas, el titiritero sorprendido con las habilidades del niño de madera, le preguntó si quería unirse a su espectáculo de marionetas. Pinocho aceptó alegremente.

Sin embargo, las intenciones del malvado titiritero eran muy diferentes; su plan era hacerse rico con la única marioneta con vida en el mundo. De inmediato, encerró a Pinocho y a Pepe Grillo en una jaula. Fue entonces que Pinocho reconoció su error y comenzó a llorar. El hada azul apareció de la nada.

Aunque el hada azul conocía las razones por las cuales Pinocho se encontraba atrapado, aun así, le preguntó:

—Pinocho, ¿por qué estás en esta jaula?

Pero Pinocho no quiso contarle la verdad, entonces algo extraño sucedió. Su nariz comenzó a crecer más y más. Cuanto más hablaba, más crecía.

—Cada vez que digas una mentira, tu nariz crecerá — dijo el hada azul.

—Por favor, haz que se detenga—dijo Pinocho—, prometo no mentir de nuevo.

Al día siguiente, camino a la escuela, Pinocho conoció a un niño:

—Ven conmigo al País de los Juguetes. ¡En este lugar todos los días son vacaciones! —dijo el niño con emoción—. Hay juguetes y golosinas y lo mejor de todo, ¡no tienes que ir a la escuela!

Olvidando nuevamente los consejos del hada azul y Pepe Grillo, Pinocho salió corriendo con el niño al País de los Juguetes. Al llegar, se divirtió muchísimo jugando y comiendo golosinas.

De pronto, las orejas de Pinocho y los otros niños del País de los Juguetes comenzaron a hacerse muy largas. Por no querer ir a la escuela, ¡se estaban convirtiendo en burros!

Convertidos en burros, Pinocho y los niños llegaron a un circo. El maestro de ceremonias hizo que Pinocho trabajara para el circo sin descanso. Allí, Pinocho se lastimó la pierna mientras hacía trucos. Enojado, el maestro de ceremonias lo tiró al mar junto con Pepe Grillo.

En el agua, el hechizo se rompió y Pinocho volvió a su forma de marioneta, pero una ballena que nadaba cerca abrió su enorme boca y se lo tragó entero. En la oscuridad del estómago de la ballena, Pinocho lloró mientras que Pepe Grillo intentaba consolarlo. Fue en ese momento que vio a Gepeto en su bote:

—Hijo mío, te estaba buscando por tierra y mar cuando la ballena me tragó. ¡Estoy tan contento de haberte encontrado! —dijo Gepeto.

Los dos se abrazaron encantados.

—De ahora en adelante seré bueno y responsable—, prometió Pinocho entre lágrimas.

Aprovechando que la ballena dormía, Gepeto, Pinocho y Pepe Grillo prendieron una fogata dentro de ella y saltaron de su enorme boca cuando el fuego la hizo estornudar. Luego, navegaron hasta llegar a casa. Pero Gepeto cayó enfermo, Pinocho lo alimentó y cuidó con mucho esmero y dedicación.

—Papá, iré a la escuela y trabajaré mucho para llenarte de orgullo— dijo Pinocho.

Cumpliendo su promesa, Pinocho estudió mucho en la escuela. Entonces un día sucedió algo maravilloso. El hada azul apareció y le dijo:

—Pinocho, eres valiente, sincero y tienes un corazón bondadoso y desinteresado, mereces convertirte en un niño de verdad.

Y fue así como el niño de madera se convirtió en un niño de verdad. Gepeto y Pinocho vivieron felices para siempre.

Carlo Collodi (1826 - 1890) fue un periodista y escritor italiano. En 1875 comenzó a traducir cuentos infantiles de Charles Perrault y otros escritores franceses y así se animó a escribir sus propias historias.

En 1883 publicó Las aventuras de Pinocho que se convirtió en uno de los textos italianos más populares de la historia. De hecho, es uno de los libros más traducidos del mundo.

Este relato busca demostrar la importancia de la honestidad. Pinocho es un personaje que enseña el proceso de crecimiento que enfrentan los seres humanos. Así, deja el espacio de la niñez para aprender a convertirse en alguien responsable consigo mismo y con los demás.

6. Caperucita roja - Charles Perrault

La caperucita roja

Érase una vez una niñita que lucía una hermosa capa de color rojo. Como la niña la usaba muy a menudo, todos la llamaban Caperucita Roja.

Un día, la mamá de Caperucita Roja la llamó y le dijo:

—Abuelita no se siente muy bien, he horneado unas galleticas y quiero que tú se las lleves.

—Claro que sí —respondió Caperucita Roja, poniéndose su capa y llenando su canasta de galleticas recién horneadas.

Antes de salir, su mamá le dijo:

— Escúchame muy bien, quédate en el camino y nunca hables con extraños.

—Yo sé mamá —respondió Caperucita Roja y salió inmediatamente hacia la casa de la abuelita.

Para llegar a casa de la abuelita, Caperucita debía atravesar un camino a lo largo del espeso bosque. En el camino, se encontró con el lobo.

—Hola niñita, ¿hacia dónde te diriges en este maravilloso día? —preguntó el lobo.

Caperucita Roja recordó que su mamá le había advertido no hablar con extraños, pero el lobo lucía muy elegante, además era muy amigable y educado.

—Voy a la casa de abuelita, señor lobo —respondió la niña—. Ella se encuentra enferma y voy a llevarle estas galleticas para animarla un poco.

—¡Qué buena niña eres! —exclamó el lobo. —¿Qué tan lejos tienes que ir?

—¡Oh! Debo llegar hasta el final del camino, ahí vive abuelita—dijo Caperucita con una sonrisa.

—Te deseo un muy feliz día mi niña —respondió el lobo.

El lobo se adentró en el bosque. Él tenía un enorme apetito y en realidad no era de confiar. Así que corrió hasta la casa de la abuela antes de que Caperucita pudiera alcanzarlo. Su plan era comerse a la abuela, a Caperucita Roja y a todas las galleticas recién horneadas.

El lobo tocó la puerta de la abuela. Al verlo, la abuelita corrió despavorida dejando atrás su chal. El lobo tomó el chal de la viejecita y luego se puso sus lentes y su gorrito de noche. Rápidamente, se trepó en la cama de la abuelita, cubriéndose hasta la nariz con la manta. Pronto escuchó que tocaban la puerta:

—Abuelita, soy yo, Caperucita Roja.

Con vos disimulada, tratando de sonar como la abuelita, el lobo dijo:

—Pasa mi niña, estoy en camita.

Caperucita Roja pensó que su abuelita se encontraba muy enferma porque se veía muy pálida y sonaba terrible.

—¡Abuelita, abuelita, qué ojos más grandes tienes!

—Son para verte mejor —respondió el lobo.

—¡Abuelita, abuelita, qué orejas más grandes tienes!

—Son para oírte mejor —susurró el lobo.

—¡Abuelita, abuelita, que dientes más grandes tienes!

—¡Son para comerte mejor!

Con estas palabras, el malvado lobo tiró su manta y saltó de la cama. Asustada, Caperucita salió corriendo hacia la puerta. Justo en ese momento, un leñador se acercó a la puerta, la cual se encontraba entreabierta. La abuelita estaba escondida detrás de él.

Al ver al leñador, el lobo saltó por la ventana y huyó espantado para nunca ser visto.

La abuelita y Caperucita Roja agradecieron al leñador por salvarlas del malvado lobo y todos comieron galleticas con leche. Ese día Caperucita Roja aprendió una importante lección:

“Nunca debes hablar con extraños”.

"La caperucita roja" es uno de los cuentos tradicionales más populares en el imaginario colectivo. Existen varias versiones, pues ha sido adaptado y reescrito muchas veces.

Esta historia sirve para alertar a los niños sobre los peligros de hablar con extraños y desobedecer las órdenes paternas.

Aquí puedes profundizar sobre el cuento La caperucita roja: descubre todo lo que esconde un clásico infantil

7. La bella durmiente - Hermanos Grimm

La bella durmiente

Érase una vez un rey y una reina que vivían muy felices, pero anhelaban tener hijos. Después de muchos años de espera, la reina dio a luz a una hermosa niña y todo el reino los acompañó en su felicidad. Hubo una gran celebración y las hadas del reino fueron invitadas. Pero el rey olvidó invitar a una de ellas. Muy resentida, el hada olvidada se presentó al palacio.

Pronto, llegó el momento en que las hadas le entregaban a la pequeña sus mejores deseos:

—Que crezca y se convierta en la mujer más bella del mundo —dijo la primera hada.

—Que cante con la más dulce y melodiosa voz —dijo la segunda hada.

—Que siempre se comporte con gracia y elegancia —dijo la tercera hada.

—Que sea bondadosa y paciente—dijo la siguiente hada.

Cada una de las hadas, colmaron a la niña de hermosos deseos hasta que llegó el turno del hada que el rey olvidó invitar:

— Cuando la princesa cumpla dieciséis años, se pinchará el dedo con una aguja y ese será su final —dijo con todo el resentimiento que su corazón le permitía albergar en sus palabras.

El rey, la reina y todo el reinado estaban atónitos, le suplicaron al hada que los disculpara por no haberla invitado y se retractara de lo que había dicho, pero el hada se negó a ambas propuestas.

Había una última hada que faltaba por presentar su deseo. Queriendo ayudar a la pequeña, le dijo al rey y a la reina:

—No puedo deshacer las palabras pronunciadas, pero puedo cambiar el curso de los eventos: la princesa no morirá cuando su dedo se pinche con la aguja, pero caerá en un sueño profundo durante cien años. Entonces, un príncipe vendrá y la despertará.

Al escuchar esto, el rey y la reina se sintieron mejor. Pensando que existía la manera de detener el destino, el rey prohibió a todos los habitantes del reino utilizar agujas.

La princesa creció y se convirtió en una niña amable y de dulce corazón. Cuando cumplió sus dieciséis años, vio a una anciana coser:

—¿Puedo intentarlo? —le preguntó.

La anciana le respondió:

— ¡Por supuesto, mi pequeña niña!

La princesa tomó la aguja e intentó enhebrar el hilo. En ese preciso momento se pinchó el dedo y cayó en un profundo sueño. La anciana, que era en realidad el hada resentida, la llevó de regreso al palacio y el rey y la reina la acostaron en su cama.

El reino que antes los había acompañado en la felicidad, los acompañó en la desgracia; todos cayeron en un profundo sueño.

Pasaron cien años. Un día, por cuenta del destino, un príncipe llegó al palacio. Él no podía dar crédito a lo que veían sus ojos: los guardas, sirvientes, gatos y hasta las vacas dormían y roncaban.

Al acercarse a la princesa, pensó que ella era el ser más hermoso del mundo y le plantó un beso en la mejilla. Inmediatamente, la princesa se despertó y junto con ella, el rey, la reina, los guardas, los sirvientes, los gatos y hasta las vacas abrieron sus ojos.

El príncipe y la princesa se casaron y vivieron felices por siempre.

Los cuentos de los hermanos Grimm revolucionaron el mercado de libros, pues acompañaron las historias con imágenes alusivas y así fue como surgieron los textos infantiles tal como los conocemos hoy.

"La bella durmiente" es un relato que demuestra que, sin importar lo difíciles que parezcan las cosas, siempre existirá una solución. Así, aunque parecía que la princesa estaba condenada por las circunstancias, las cosas dieron un vuelco y todos pudieron ser felices.

8. El patito feo - Hans Christian Andersen

El patito feo

¡Qué lindos eran los días de verano! ¡Qué agradable resultaba pasear por el campo y ver el trigo amarillo, la verde avena y las parvas de heno apilado en las llanuras! Sobre sus largas patas rojas iba la cigüeña junto a algunos flamencos, que se paraban un rato sobre cada pata. Sí, era realmente encantador estar en el campo.

Bañada de sol se alzaba allí una vieja mansión solariega a la que rodeaba un profundo foso; desde sus paredes hasta el borde del agua crecían unas plantas de hojas gigantescas, las mayores de las cuales eran lo suficientemente grandes para que un niño pequeño pudiese pararse debajo de ellas. Aquel lugar resultaba tan enmarañado y agreste como el más denso de los bosques, y era allí donde cierta pata había hecho su nido. Ya era tiempo de sobra para que naciesen los patitos, pero se demoraban tanto, que la mamá comenzaba a perder la paciencia, pues casi nadie venía a visitarla.

Al fin los huevos se abrieron uno tras otro. “¡Pip, pip!”, decían los patitos conforme iban asomando sus cabezas a través del cascarón.

-¡Cuac, cuac! -dijo la mamá pata, y todos los patitos se apresuraron a salir tan rápido como pudieron, dedicándose enseguida a escudriñar entre las verdes hojas. La mamá los dejó hacer, pues el verde es muy bueno para los ojos.

-¡Oh, qué grande es el mundo! -dijeron los patitos. Y ciertamente disponían de un espacio mayor que el que tenían dentro del huevo.

-¿Creen acaso que esto es el mundo entero? -preguntó la pata-. Pues sepan que se extiende mucho más allá del jardín, hasta el prado mismo del pastor, aunque yo nunca me he alejado tanto. Bueno, espero que ya estén todos -agregó, levantándose del nido-. ¡Ah, pero si todavía falta el más grande! ¿Cuánto tardará aún? No puedo entretenerme con él mucho tiempo.

Y fue a sentarse de nuevo en su sitio.

-¡Vaya, vaya! ¿Cómo anda eso? -preguntó una pata vieja que venía de visita.

-Ya no queda más que este huevo, pero tarda tanto… -dijo la pata echada-. No hay forma de que rompa. Pero fíjate en los otros, y dime si no son los patitos más lindos que se hayan visto nunca. Todos se parecen a su padre, el muy bandido. ¿Por qué no vendrá a verme?

-Déjame echar un vistazo a ese huevo que no acaba de romper -dijo la anciana-. Te apuesto a que es un huevo de pava. Así fue como me engatusaron cierta vez a mí. ¡El trabajo que me dieron aquellos pavitos! ¡Imagínate! Le tenían miedo al agua y no había forma de hacerlos entrar en ella. Yo graznaba y los picoteaba, pero de nada me servía… Pero, vamos a ver ese huevo…

-Creo que me quedaré sobre él un ratito aún -dijo la pata-. He estado tanto tiempo aquí sentada, que un poco más no me hará daño.

-Como quieras -dijo la pata vieja, y se alejó contoneándose.

Por fin se rompió el huevo. “¡Pip, pip!”, dijo el pequeño, volcándose del cascarón. La pata vio lo grande y feo que era, y exclamó:

-¡Dios mío, qué patito tan enorme! No se parece a ninguno de los otros. Y, sin embargo, me atrevo a asegurar que no es ningún crío de pavos.

Al otro día hizo un tiempo maravilloso. El sol resplandecía en las verdes hojas gigantescas. La mamá pata se acercó al foso con toda su familia y, ¡plaf!, saltó al agua.

-¡Cuac, cuac! -llamaba. Y uno tras otro los patitos se fueron abalanzando tras ella. El agua se cerraba sobre sus cabezas, pero enseguida resurgían flotando magníficamente. Movíanse sus patas sin el menor esfuerzo, y a poco estuvieron todos en el agua. Hasta el patito feo y gris nadaba con los otros.

-No es un pavo, por cierto -dijo la pata-. Fíjense en la elegancia con que nada, y en lo derecho que se mantiene. Sin duda que es uno de mis pequeñitos. Y si uno lo mira bien, se da cuenta enseguida de que es realmente muy guapo. ¡Cuac, cuac! Vamos, vengan conmigo y déjenme enseñarles el mundo y presentarlos al corral entero. Pero no se separen mucho de mí, no sea que los pisoteen. Y anden con los ojos muy abiertos, por si viene el gato.

Y con esto se encaminaron al corral. Había allí un escándalo espantoso, pues dos familias se estaban peleando por una cabeza de anguila, que, a fin de cuentas, fue a parar al estómago del gato.

-¡Vean! ¡Así anda el mundo! -dijo la mamá relamiéndose el pico, pues también a ella la entusiasmaban las cabezas de anguila-. ¡A ver! ¿Qué pasa con esas piernas? Anden ligeros y no dejen de hacerle una bonita reverencia a esa anciana pata que está allí. Es la más fina de todos nosotros. Tiene en las venas sangre española; por eso es tan regordeta. Fíjense, además, en que lleva una cinta roja atada a una pierna: es la más alta distinción que se puede alcanzar. Es tanto como decir que nadie piensa en deshacerse de ella, y que deben respetarla todos, los animales y los hombres. ¡Anímense y no metan los dedos hacia adentro! Los patitos bien educados los sacan hacia afuera, como mamá y papá… Eso es. Ahora hagan una reverencia y digan ¡cuac!

Todos obedecieron, pero los otros patos que estaban allí los miraron con desprecio y exclamaron en alta voz:

-¡Vaya! ¡Como si ya no fuésemos bastantes! Ahora tendremos que rozarnos también con esa gentuza. ¡Uf!… ¡Qué patito tan feo! No podemos soportarlo.

Y uno de los patos salió enseguida corriendo y le dio un picotazo en el cuello.

-¡Déjenlo tranquilo! -dijo la mamá-. No le está haciendo daño a nadie.

-Sí, pero es tan desgarbado y extraño -dijo el que lo había picoteado-, que no quedará más remedio que despachurrarlo.

-¡Qué lindos niños tienes, muchacha! -dijo la vieja pata de la cinta roja-. Todos son muy hermosos, excepto uno, al que le noto algo raro. Me gustaría que pudieras hacerlo de nuevo.

-Eso ni pensarlo, señora -dijo la mamá de los patitos-. No es hermoso, pero tiene muy buen carácter y nada tan bien como los otros, y me atrevería a decir que hasta un poco mejor. Espero que tome mejor aspecto cuando crezca y que, con el tiempo, no se le vea tan grande. Estuvo dentro del cascarón más de lo necesario, por eso no salió tan bello como los otros.

Y con el pico le acarició el cuello y le alisó las plumas.

-De todos modos, es macho y no importa tanto -añadió-, Estoy segura de que será muy fuerte y se abrirá camino en la vida.

-Estos otros patitos son encantadores -dijo la vieja pata-. Quiero que se sientan como en su casa. Y si por casualidad encuentran algo así como una cabeza de anguila, pueden traérmela sin pena.

Con esta invitación todos se sintieron allí a sus anchas. Pero el pobre patito que había salido el último del cascarón, y que tan feo les parecía a todos, no recibió más que picotazos, empujones y burlas, lo mismo de los patos que de las gallinas.

-¡Qué feo es! -decían.

Y el pavo, que había nacido con las espuelas puestas y que se consideraba por ello casi un emperador, infló sus plumas como un barco a toda vela y se le fue encima con un cacareo, tan estrepitoso que toda la cara se le puso roja. El pobre patito no sabía dónde meterse. Sentíase terriblemente abatido, por ser tan feo y porque todo el mundo se burlaba de él en el corral.

Así pasó el primer día. En los días siguientes, las cosas fueron de mal en peor. El pobre patito se vio acosado por todos. Incluso sus hermanos y hermanas lo maltrataban de vez en cuando y le decían:

-¡Ojalá te agarre el gato, grandulón!

Hasta su misma mamá deseaba que estuviese lejos del corral. Los patos lo pellizcaban, las gallinas lo picoteaban y, un día, la muchacha que traía la comida a las aves le asestó un puntapié.

Entonces el patito huyó del corral. De un revuelo saltó por encima de la cerca, con gran susto de los pajaritos que estaban en los arbustos, que se echaron a volar por los aires.

“¡Es porque soy tan feo!” pensó el patito, cerrando los ojos. Pero así y todo siguió corriendo hasta que, por fin, llegó a los grandes pantanos donde viven los patos salvajes, y allí se pasó toda la noche abrumado de cansancio y tristeza.

A la mañana siguiente, los patos salvajes remontaron el vuelo y miraron a su nuevo compañero.

-¿Y tú qué cosa eres? -le preguntaron, mientras el patito les hacía reverencias en todas direcciones, lo mejor que sabía.

-¡Eres más feo que un espantapájaros! -dijeron los patos salvajes-. Pero eso no importa, con tal que no quieras casarte con una de nuestras hermanas.

¡Pobre patito! Ni soñaba él con el matrimonio. Sólo quería que lo dejasen estar tranquilo entre los juncos y tomar un poquito de agua del pantano.

Unos días más tarde aparecieron por allí dos gansos salvajes. No hacía mucho que habían dejado el nido: por eso eran tan impertinentes.

-Mira, muchacho -comenzaron diciéndole-, eres tan feo que nos caes simpático. ¿Quieres emigrar con nosotros? No muy lejos, en otro pantano, viven unas gansitas salvajes muy presentables, todas solteras, que saben graznar espléndidamente. Es la oportunidad de tu vida, feo y todo como eres.

-¡Bang, bang! -se escuchó en ese instante por encima de ellos, y los dos gansos cayeron muertos entre los juncos, tiñendo el agua con su sangre. Al eco de nuevos disparos se alzaron del pantano las bandadas de gansos salvajes, con lo que menudearon los tiros. Se había organizado una importante cacería y los tiradores rodeaban los pantanos; algunos hasta se habían sentado en las ramas de los árboles que se extendían sobre los juncos. Nubes de humo azul se esparcieron por el oscuro boscaje, y fueron a perderse lejos, sobre el agua.

Los perros de caza aparecieron chapaleando entre el agua, y, a su avance, doblándose aquí y allá las cañas y los juncos. Aquello aterrorizó al pobre patito feo, que ya se disponía a ocultar la cabeza bajo el ala cuando apareció junto a él un enorme y espantoso perro: la lengua le colgaba fuera de la boca y sus ojos miraban con brillo temible. Le acercó el hocico, le enseñó sus agudos dientes, y de pronto…¡plaf!… ¡allá se fue otra vez sin tocarlo!

El patito dio un suspiro de alivio.

-Por suerte soy tan feo que ni los perros tienen ganas de comerme -se dijo. Y se tendió allí muy quieto, mientras los perdigones repiqueteaban sobre los juncos, y las descargas, una tras otra, atronaban los aires.

Era muy tarde cuando las cosas se calmaron, y aún entonces el pobre no se atrevía a levantarse. Esperó todavía varias horas antes de arriesgarse a echar un vistazo, y, en cuanto lo hizo, enseguida se escapó de los pantanos tan rápido como pudo. Echó a correr por campos y praderas; pero hacía tanto viento, que le costaba no poco trabajo mantenerse sobre sus pies.

Hacia el crepúsculo llegó a una pobre cabaña campesina. Se sentía en tan mal estado que no sabía de qué parte caerse, y, en la duda, permanecía de pie. El viento soplaba tan ferozmente alrededor del patito que éste tuvo que sentarse sobre su propia cola, para no ser arrastrado. En eso notó que una de las bisagras de la puerta se había caído, y que la hoja colgaba con una inclinación tal que le sería fácil filtrarse por la estrecha abertura. Y así lo hizo.

En la cabaña vivía una anciana con su gato y su gallina. El gato, a quien la anciana llamaba “Hijito”, sabía arquear el lomo y ronronear; hasta era capaz de echar chispas si lo frotaban a contrapelo. La gallina tenía unas patas tan cortas que le habían puesto por nombre “Chiquitita Piernascortas”. Era una gran ponedora y la anciana la quería como a su propia hija.

Cuando llegó la mañana, el gato y la gallina no tardaron en descubrir al extraño patito. El gato lo saludó ronroneando y la gallina con su cacareo.

-Pero, ¿qué pasa? -preguntó la vieja, mirando a su alrededor. No andaba muy bien de la vista, así que se creyó que el patito feo era una pata regordeta que se había perdido-. ¡Qué suerte! -dijo-. Ahora tendremos huevos de pata. ¡Con tal que no sea macho! Le daremos unos días de prueba.

Así que al patito le dieron tres semanas de plazo para poner, al término de las cuales, por supuesto, no había ni rastros de huevo. Ahora bien, en aquella casa el gato era el dueño y la gallina la dueña, y siempre que hablaban de sí mismos solían decir: “nosotros y el mundo”, porque opinaban que ellos solos formaban la mitad del mundo , y lo que es más, la mitad más importante. Al patito le parecía que sobre esto podía haber otras opiniones, pero la gallina ni siquiera quiso oírlo.

-¿Puedes poner huevos? -le preguntó.

-No.

-Pues entonces, ¡cállate!

Y el gato le preguntó:

-¿Puedes arquear el lomo, o ronronear, o echar chispas?

-No.

-Pues entonces, guárdate tus opiniones cuando hablan las personas sensatas.

Con lo que el patito fue a sentarse en un rincón, muy desanimado. Pero de pronto recordó el aire fresco y el sol, y sintió una nostalgia tan grande de irse a nadar en el agua que -¡no pudo evitarlo!- fue y se lo contó a la gallina.

-¡Vamos! ¿Qué te pasa? -le dijo ella-. Bien se ve que no tienes nada que hacer; por eso piensas tantas tonterías. Te las sacudirías muy pronto si te dedicaras a poner huevos o a ronronear.

-¡Pero es tan sabroso nadar en el agua! -dijo el patito feo-. ¡Tan sabroso zambullir la cabeza y bucear hasta el mismo fondo!

-Sí, muy agradable -dijo la gallina-. Me parece que te has vuelto loco. Pregúntale al gato, ¡no hay nadie tan listo como él! ¡Pregúntale a nuestra vieja ama, la mujer más sabia del mundo! ¿Crees que a ella le gusta nadar y zambullirse?

-No me comprendes -dijo el patito.

-Pues si yo no te comprendo, me gustaría saber quién podrá comprenderte. De seguro que no pretenderás ser más sabio que el gato y la señora, para no mencionarme a mí misma. ¡No seas tonto, muchacho! ¿No te has encontrado un cuarto cálido y confortable, donde te hacen compañía quienes pueden enseñarte? Pero no eres más que un tonto, y a nadie le hace gracia tenerte aquí. Te doy mi palabra de que si te digo cosas desagradables es por tu propio bien: sólo los buenos amigos nos dicen las verdades. Haz ahora tu parte y aprende a poner huevos o a ronronear y echar chispas.

-Creo que me voy a recorrer el ancho mundo -dijo el patito.

-Sí, vete -dijo la gallina.

Y así fue como el patito se marchó. Nadó y se zambulló; pero ningún ser viviente quería tratarse con él por lo feo que era.

Pronto llegó el otoño. Las hojas en el bosque se tornaron amarillas o pardas; el viento las arrancó y las hizo girar en remolinos, y los cielos tomaron un aspecto hosco y frío. Las nubes colgaban bajas, cargadas de granizo y nieve, y el cuervo, que solía posarse en la tapia, graznaba “¡cau, cau!”, de frío que tenía. Sólo de pensarlo le daban a uno escalofríos. Sí, el pobre patito feo no lo estaba pasando muy bien.

Cierta tarde, mientras el sol se ponía en un maravilloso crepúsculo, emergió de entre los arbustos una bandada de grandes y hermosas aves. El patito no había visto nunca unos animales tan espléndidos. Eran de una blancura resplandeciente, y tenían largos y esbeltos cuellos. Eran cisnes. A la vez que lanzaban un fantástico grito, extendieron sus largas, sus magníficas alas, y remontaron el vuelo, alejándose de aquel frío hacia los lagos abiertos y las tierras cálidas.

Se elevaron muy alto, muy alto, allá entre los aires, y el patito feo se sintió lleno de una rara inquietud. Comenzó a dar vueltas y vueltas en el agua lo mismo que una rueda, estirando el cuello en la dirección que seguían, que él mismo se asustó al oírlo. ¡Ah, jamás podría olvidar aquellos hermosos y afortunados pájaros! En cuanto los perdió de vista, se sumergió derecho hasta el fondo, y se hallaba como fuera de sí cuando regresó a la superficie. No tenía idea de cuál podría ser el nombre de aquellas aves, ni de adónde se dirigían, y, sin embargo, eran más importantes para él que todas las que había conocido hasta entonces. No las envidiaba en modo alguno: ¿cómo se atrevería siquiera a soñar que aquel esplendor pudiera pertenecerle? Ya se daría por satisfecho con que los patos lo tolerasen, ¡pobre criatura estrafalaria que era!

¡Cuán frío se presentaba aquel invierno! El patito se veía forzado a nadar incesantemente para impedir que el agua se congelase en torno suyo. Pero cada noche el hueco en que nadaba se hacía más y más pequeño. Vino luego una helada tan fuerte, que el patito, para que el agua no se cerrase definitivamente, ya tenía que mover las patas todo el tiempo en el hielo crujiente. Por fin, debilitado por el esfuerzo, quedose muy quieto y comenzó a congelarse rápidamente sobre el hielo.

A la mañana siguiente, muy temprano, lo encontró un campesino. Rompió el hielo con uno de sus zuecos de madera, lo recogió y lo llevó a casa, donde su mujer se encargó de revivirlo.

Los niños querían jugar con él, pero el patito feo tenía terror de sus travesuras y, con el miedo, fue a meterse revoloteando en la paila de la leche, que se derramó por todo el piso. Gritó la mujer y dio unas palmadas en el aire, y él, más asustado, metiose de un vuelo en el barril de la mantequilla, y desde allí lanzose de cabeza al cajón de la harina, de donde salió hecho una lástima. ¡Había que verlo! Chillaba la mujer y quería darle con la escoba, y los niños tropezaban unos con otros tratando de echarle mano. ¡Cómo gritaban y se reían! Fue una suerte que la puerta estuviese abierta. El pat

Catalina Arancibia Durán
Catalina Arancibia Durán
Máster en Literatura Española e Hispanoamericana. Diplomada en Teoría y Crítica de Cine. Profesora de talleres literarios y correctora de estilo.